Momentos estelares de la España del S XIX (VI): LIBERALISMO Y CARLISMO. INICIO DE LA PRIMERA GUERRA CARLISTA
AUTOR: Mariano Rebollo
Figura de la entrada: Primera Guerra Carlista (“Calderote”). Augusto Ferrer Dalmau, 2010
Como vimos en el episodio anterior, lo que inicialmente fue la lucha entre dos versiones de la monarquía absoluta se transformó en una cruenta contienda entre el liberalismo y la reacción. Fue una larga, cruel y devastadora guerra civil, iniciada en octubre de 1833 cuando grupos de voluntarios realistas se alzaron en Talavera de la Reina (Toledo) y en Tricio (La Rioja) proclamando a Carlos María Isidro como legítimo rey de España; en La Rioja el grupo estuvo dirigido por el brigadier Santos Ladrón de Cegama, quien se enfrentó en batalla a fuerzas cristinas siendo derrotado, detenido y fusilado. Los voluntarios que pudieron salvarse se unieron al ejército que estaba formando Zumalacárregui en Estella (Navarra), en noviembre del mismo año. La guerra duró siete años, hasta el 6 de julio de 1840, fecha en que las últimas tropas carlistas, dirigidas por Cabrera en Cataluña, cruzaron la frontera francesa.
Don Carlos, que continuaba en Portugal al inicio de la guerra, se desplazó a Francia pasando antes por Inglaterra para intentar recabar un apoyo inglés que no obtuvo. Desde Francia entró en Navarra, juntándose allí con algunos militares desertores del ejército cristino como el coronel Zumalacárregui, artífice principal de la formación de un verdadero ejército de voluntarios. Fue una guerra en la que apenas se hicieron prisioneros y cuya política de represalias escandalizó a los países europeos que seguían con interés el conflicto (en el Times, por ejemplo, se publicaba una media de tres noticias semanales relacionadas con este tema). En abril de 1835, el gobierno inglés obligó a ambos contendientes a firmar un acuerdo para el intercambio de prisioneros, el Convenio Eliot (en alusión a su instigador, Lord Eliot). También fue una guerra cruenta porque en ella murieron alrededor de 300.000 personas en un país que entonces sólo contaba con 12 millones de habitantes, e igualmente fue incierta, especialmente durante los primeros años con victorias de Zumalacárregui, ya general, un gran estratega, austero, firme, reservado y valiente, aunque a veces empleaba el terror como arma, fusilando a prisioneros cristinos.
El carlismo contaba con un importante apoyo popular en el medio rural de Navarra, de las provincias vascas y de zonas de Aragón, Cataluña y el Maestrazgo. También fue apoyado por miembros de la nobleza menor y, sobre todo, por el clero rural y el regular, que arengaban a la gente desde sus púlpitos. Su ideología se concretaba en la defensa de la autoridad absoluta de su rey D. Carlos, la supremacía de la Iglesia y la permanencia de los fueros regionales (legislaciones privativas de algunos territorios que implicaban importantes privilegios). También puede decirse que el carlismo fue el movimiento armado del catolicismo español retrógrado y obsesionado por las medidas liberales.

Durante esta larga guerra civil fue cuando se inició el tránsito del absolutismo al liberalismo, en un constante clima de tensiones entre los nostálgicos del Antiguo Régimen (la Iglesia, cierta aristocracia y las clases populares campesinas) y la naciente burguesía de las ciudades, perfilándose dos Españas opuestas en todo: en la economía, la sociología y la ideología.
Mientras tanto, la regente María Cristina de Borbón, que no sentía ninguna simpatía por los liberales, intentó formar gobiernos que garantizasen una transición ordenada, pacífica y dirigida, nombrando como primer ministro a Cea Bermúdez, un hombre conservador y poco operativo. Ante los primeros reveses en la guerra carlista y las peticiones de reformas políticas por algunos militares, Cea Bermúdez dimite y es sustituido por Francisco Martínez de la Rosa el 15 de enero de 1834. Su gobierno elaboró el Estatuto Real, promulgado el 10 de abril de 1834, una especie de carta otorgada que intentaba “salvar el trono de Isabel II sin tumultos y sin violencia” (es decir, sin los liberales exaltados), como dijo Llauder, capitán general de Cataluña. Aunque por primera vez se limitaba tímidamente el poder real y fue aceptado por la burguesía incipiente, no logró la adhesión de todos los liberales cuyo apoyo era imprescindible tras las derrotas militares a manos de los carlistas vasco-navarros. Además, pronto volvieron a surgir protestas y tumultos populares: la solemne sesión de apertura de los Estamentos emanados del Estatuto Real (con dos Cámaras o Estamentos, la Alta o de Próceres y la Baja o de Procuradores) se celebró el 24 de julio de 1834, unas semanas después del sangriento asalto a los conventos (con 80 muertos) a consecuencia del absurdo rumor de que los frailes habían envenenado las fuentes de Madrid, provocando un brote de cólera.
Martínez de la Rosa, hombre de buenas intenciones pero poco carácter, más literato que político (se le llamaba “Rosita la pastelera”), intentó mantener el orden y hacer algunas concesiones: suprimió definitivamente la Inquisición y reinstauró la Milicia urbana, integrada por las clases medias y populares que no podían participar de otro modo en la vida política. El 7 de junio de 1835 fue sustituido por su ministro de Hacienda, el conde de Toreno (José María Queipo de Llano, cuñado de Rafael del Riego). Su ímpetu liberal inicial (fue miembro de las Cortes de Cádiz y Presidente de las Cortes en el Trienio liberal) se había ido enfriando con el tiempo y mantuvo la política moderada de su predecesor. El 18 de junio firmó con el Reino Unido el Tratado sobre la trata de esclavos, en el que se exigía a España el cumplimiento de los acuerdos de 1817: abolición de la esclavitud y permiso para el registro por la armada británica de cualquier buque con bandera española sospechoso de tráfico de esclavos (y viceversa). España cumplió sólo la prohibición de la trata, hasta cierto punto, pero no de la esclavitud, como veremos más adelante. También, con los Decretos del 4 y del 25 de julio, suprimió la Orden de los Jesuítas y todos los conventos con menos de 12 frailes (unos 900 en total).
Durante este tiempo continuaron las rebeliones de los liberales exaltados, apoyados por las Milicias urbanas, y la formación de Juntas en las principales ciudades, mientras renacían sociedades secretas como “la Isabelina”, organizada y presidida por Eugenio de Avinareta e Ibargoyen, un célebre político liberal que ha pasado a la historia como el conspirador arquetípico del siglo XIX. En enero de 1835 hubo también una sublevación militar en la capital que costó la vida a D. José Canterac, Capitán General de Madrid. Este clima de desorden, unido a los éxitos de Zumalacárregui sobre generales cristinos, provocó la unión de la Corona con el liberalismo radical (ya en la Navidad de 1834 la regente había promulgado una nueva amnistía de liberales) apoyado por la base popular de las ciudades, las clases medias “ilustradas”, algunos aristócratas, grandes propietarios y la naciente burguesía catalana, que en 1833 había formado en Barcelona la Comisión de Fábricas, núcleo del futuro Fomento del Trabajo Nacional. Estos industriales, inspirados por el racionalismo francés, aceptaban medidas centralizadoras como la organización del Estado en Provincias (ideada por D. Javier de Burgos), controladas por Gobiernos Civiles nombrados por el poder central, cuya red iba a permitir más tarde (1834) a la Administración dominar el país, en detrimento efectivo de los privilegios corporativos catalanes.
Con la llegada de los “exaltados”, el liberalismo volvió a dividirse entre radicales y conservadores, prefigurando la aparición de los Partidos Progresista y Moderado a partir de 1837-1839. Los Moderados eran “los oligarcas del liberalismo” y rechazaban el poder soberano de la nación. Pretendían conciliar libertad y orden, progreso y tradición, y defendían los privilegios de las clases superiores y medias frente a los “plebeyos”; sus intereses eran defendidos por el Estatuto Real de 1834 y por la posterior Constitución de 1845. Los Progresistas, por el contrario, influidos por el liberalismo inglés y por las ideas de las Revoluciones Francesa y Americana, afirmaban la legitimidad de la revolución cuando estaban en peligro la libertad y los derechos, al igual que en la Declaración francesa de los Derechos del Hombre de 1793 (“cuando el gobierno incumple los derechos del pueblo, la insurrección es para el pueblo el más sagrado de sus derechos”) y en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América de 1776 (“derecho de los ciudadanos a la rebelión o revolución”).

Desde la primavera de 1835 los carlistas, liderados con mano de hierro por Zumalacárregui (“Tío Tomás”), se impusieron a los liberales cristinos (al mando del general Fernández de Córdoba) en todas las provincias vascas y Navarra, obligándolos a retirarse a las orillas del Ebro y del Arga. Estas derrotas militares, la mala situación financiera con una deuda elevada, la necesidad de contraer nuevas deudas con los banqueros franceses y la persistencia de las revueltas provinciales, favorecidas también por las malas cosechas y el rebrote del cólera, obligó al conde de Toreno a solicitar soldados a Francia para ocupar Navarra y el País Vasco, apoyándose en la Cuádruple Alianza (España, Francia, Inglaterra y Portugal).
La petición fue denegada, pero sí se logró la participación de “voluntarios” ingleses, franceses y portugueses (unos 20.000 hombres) y el suministro inglés de importante armamento. Los carlistas también contaban con apoyo internacional: el Imperio Austríaco, Prusia y el Vaticano. D. Carlos ordenó a Zumalacárregui la conquista de Bilbao, y éste le obedeció aunque lo consideraba un error; su plan era ocupar Vitoria. Como anécdota, según la leyenda, durante el sitio de Bilbao el general, preocupado por la alimentación de sus soldados, le pidió a su cocinero que ideara un alimento nutritivo y barato y así nació la receta de la tortilla de patatas.
Al comienzo del sitio de Bilbao, mientras daba órdenes desde el balcón del Palacio Quintana, próximo a las defensas de la ciudad, Zumalacárraga fue herido en una pierna por una bala de fusil, falleciendo el 24 de junio de 1835 por septicemia (existe un relato pormenorizado de este hecho escrito por el médico de cámara del Cuartel Real carlista, D. Vicente González de Grediaga, ilustrativo de los escasos conocimientos médicos de la época). El ejército de D. Carlos, desmoralizado por la pérdida de su caudillo, se dirigió hacia el sur y acabó enfrentándose a las tropas cristinas en las cercanías de Mendigorría (Navarra), sufriendo una importante derrota.

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¡Otra estupenda crónica, Mariano! Me gustaría saber como encontrar el relato del doctor González de Grediaga. Yo he leído que el general se negó a que le sacaran la bala hasta que lo trasladaron al domicilio de su hermana y avisaron a un curandero de su confianza ¿es cierto? Todo fascinante, en cualquier caso.
Muchas gracias por tu comentario, Maite. Es cierto lo que dices; Zumalacárregui era bastante terco y le tenía fe a un curandero de la zona al que llamaban “Petriquillo”. No quiso que Grediaga le sacara la bala al principio, pero sí al final, cuando ya le supuraba la herida. Se la sacaron el curandero y dos médicos (Gelos y Bolloquí), a escondidas de Grediaga, que se había negado. Menos de 24 h después murió de septicemia. La narración de Grediaga no la encontré en internet, sino en un libro interesante que tengo: Martín de Riquer y Borja de Riquer. Reportajes de la Historia. Relatos de testigos directos sobre hechos ocurridos en 26 siglos (Volumen II). Acantilado, Barcelona 2010. El texto se llama “Muerte del general Zumalacárregui”, de Grediaga; pp. 1493-1512. Un cordial saludo.
Mariano que bien que nos recuerdes y expliques nuestro pasado, cuantas cosas me faltan por conocer!!! Sin historia no podemos mejorar. Gracias por tu excelente resumen. Un abrazo
Lourdes
Una nueva entrega de este apasionante viaje por el siglo XIX. Te felicito por la magnífica precisión y concisión con la que manejas el relato.
Esperaré, con ganas tus próximos capítulos (lástima que ya nos hayamos comido un tercio de siglo).
Por cierto, me apunto el libro de Riquer, debe estar plagado de “momentos estelares” que diria Zweig.
Un abrazo
Gracias de nuevo Mariano, por estas amenísimas y enriquecedoras crónicas del siglo XIX que nos estas regalando.
Me asombra hasta que punto, de forma escueta y con un estilo elegante y fluido, eres capaz de resumir y contarnos la siempre caleidoscópica realidad, en esos convulsos años de la historia peninsular. Es un placer aprender y disfrutar al mismo tiempo, te lo aseguro.
Sobre el origen de la tortilla de patata, como ya sabrás aunque hayas referido la leyenda que la relaciona con Zumalacárregui, persiste aún la polémica entre historiadores. Parece que, según he leido, la situan más a finales del XVIII en Villanueva de la Serena, Extremadura. A pesar de que la patata no empezara a ser comida habitual en España hasta bien entrado el siglo XIX.
Permíteme que añada una divertida referencia que he encontrado, de un artículo de Ana V. Pérez de Arlucea publicada en “El Español” en 2016:
“Los ejércitos carlistas no tenían en buena consideración la patata por lo que cuenta Galdós en sus Episodios Nacionales: “Para el rancho de hoy me han dado una cosa que llaman patatas. Mire, mire: son como piedras. Oí que comiendo estas pelotas sacadas de la tierra, se pierde la buena sangre, y nos volvemos todos gabachos o ingleses […] Yo no entiendo; pero le diré que las probé y me supieron al jabón que traen de Tafalla y Artajona. Que las coman los guiris, para que revienten de una vez”.
Ja,ja,ja.
La historia de la excelsa patata,salvadora de variadas hambrunas en toda Europa en el siglo XIX (¡más de dos siglos despúes de ser traída de America!), me parece curiosísma y fascinante.
Mariano, gracias y un abrazo. Espero que pronto pueda ser real.
Gracias por vuestros comentarios. El libro de Riquer, que no conocía, fue una sorpresa para mí. Me lo regaló un compañero del hospital, también aficionado a la historia, cuando me jubilé; tiene algunas historias apasionantes. Pere, sobre la tortilla de patata, uno de mis platos preferidos y cena casi diaria que hacía mi madre, tienes razón; parece que su origen extremeño es lo más probable, aunque también hay quien dice que la inventó una cocinera navarra. Saludos y hasta la siguiente entrega!