Momentos estelares de la España del S. XIX (IV). El pronunciamiento de Riego y el follón del Trienio Liberal (1820-1823)

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AUTOR: Mariano Rebollo

IMAGEN DE LA ENTRADA: Duelo a Garrotazos. Francisco de Goya (1820-1823). Óleo sobre tela, 125 x 261 cm. Museo del Prado.

El período entre 1814 y 1820 se caracterizó por la inoperancia del rey (un voluble contemporizador por naturaleza, que cedía a las exigencias del momento y que se creía con poder absoluto emanado de Dios) y de su camarilla de ignorantes. Sus ministros, reaccionarios clericales, solían conservar su cartera un promedio de 6 meses, mientras continuaba la quiebra económica, la manipulación de los ciudadanos, la acción de la policía secreta y sus agentes, la persecución política, la censura y el fracaso en la recuperación del imperio americano. Para luchar contra los movimientos independentistas de las colonias, se enviaron a América 10.000 hombres a las órdenes del general Morillo, un militar competente pero sin los necesarios medios económicos, de pertrechos y armamento, con lo cual fueron ganando terreno tanto Bolívar como San Martín. No todo fue negativo en esa época: se comenzó a construir el Museo del Prado y hubo numerosos pronunciamientos militares en defensa del pensamiento liberal y de la Constitución de 1812, todos ellos fracasados. En general, los pronunciamientos estaban promovidos por oficiales del Ejército secundados por su tropa y en colaboración con conspiradores civiles, movidos todos ellos por una mezcla de descontento militar, ambición frustrada y principios liberales. Entre los oficiales estaban bastante infiltradas la logias masónicas, las únicas organizaciones clandestinas disponibles para la oposición. Sin embargo, los masones se caracterizaban por sus divisiones internas: existía la francmasonería, algo más conservadora, un grupo nacionalista-liberal, más presente en Cádiz (Alcalá Galiano, Mendizábal, Istúriz), y una masonería militar de jóvenes oficiales activistas.

En 1818 se empezó a reunir en Andalucía un ejército expedicionario para reforzar a Morillo, formado por tropa descontenta al ver a los soldados que regresaban de la lucha, andrajosos, heridos y famélicos. En diciembre de 1819 se les unió el batallón de Asturias, al mando del teniente coronel Rafael del Riego. Éste era un militar valiente, decidido, voluntarioso y culto, pero también (según los historiadores) “vano hasta lo pueril”

Riego
Rafael de Riego

Había luchado en la Guerra de la Independencia, hecho prisionero por las tropas napoleónicas en noviembre de 1808 e internado en Francia, regresando a España en 1814, donde formó parte de las sociedades secretas que conspiraban contra la monarquía absoluta de Fernando VII, ingresando en la logia masónica de Cádiz en 1819. Coincidiendo con la aglomeración de tropas en Cádiz, destinadas a embarcarse rumbo a América, comenzó a formarse un grupo de conspiradores, integrados en una sociedad secreta llamada Taller Sublime,  del que formaban parte Antonio Alcalá Galiano, Javier Istúriz, Juan Álvarez Mendizábal (que financió el proyecto), etc. El general Enrique O’Donell, conde de La Bisbal y simpatizante francmasón, se retractó al descubrirse la conspiración, ordenando la detención de numerosos jefes y oficiales, lo que casi desbarató la operación. Tres cuerpos del ejército, dirigidos por Quiroga, López Baños y Riego, se alzarían en tres puntos diferentes de Andalucía para dirigirse a Cádiz.

A las ocho de la mañana del 1 de enero de 1820, las tropas dirigidas por Riego se alzaron en Las Cabezas de San Juan, a unos 45 kilómetros al norte de Sevilla.

El propio comandante leyó un manifiesto a sus hombres en el que hacía referencia a la injusta orden de embarcarse a América: «Soldados, mi amor hacia vosotros es grande. Por lo mismo yo no podía consentir, como jefe vuestro, que se os alejase de vuestra patria, en unos buques podridos, para llevaros a hacer una guerra injusta al nuevo mundo; ni que se os compeliese a abandonar a vuestros padres y hermanos, dejándolos sumidos en la miseria y la opresión».

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Pronunciamiento de Riego el 1 de enero de 1820

Además, Riego tomó la decisión en el mismo acto de proclamar la Constitución de Cádiz: «España está viviendo a merced de un poder arbitrario y absoluto, ejercido sin el menor respeto a las leyes fundamentales de la nación. El rey, que debe su trono a cuantos lucharon en la guerra de la Independencia, no ha jurado, sin embargo, la Constitución; la Constitución, pacto entre el monarca y el pueblo, cimiento y encarnación de toda nación moderna. La Constitución española, justa y liberal, ha sido elaborada en Cádiz entre sangre y sufrimiento. Mas el rey no la ha jurado y es necesario, para que España se salve, que el rey jure y respete esa Constitución de 1812».

En enero y febrero, el levantamiento parecía condenado a fracasar ante la indiferencia de los ciudadanos. Wellesley, ya duque de Wellington, escribía: “nada es más notable que la apatía del pueblo, que no ha tomado partido en la cuestión, sino que considera la querella como algo que va entre el ejército y el rey”.  Tras la proclamación, al no poder ocupar Cádiz el coronel Quiroga, Riego parte hacia Algeciras el 27 de enero al frente de una columna de 2.000 hombres para intentar recabar el apoyo popular. Gracias a que se produjeron otros levantamientos periféricos (en La Coruña, Barcelona, Zaragoza y Pamplona), a la inacción y debilidad del gobierno de Fernando VII y a la pasividad del ejército oficial, que acabó apoyando el levantamiento, el pronunciamiento de Riego tuvo éxito. En Barcelona, la revuelta se desencadenó el 10 de marzo, sin que su capitán general, el veterano general Castaños, pudiera frenarla. Según diversos testimonios, por las calles sólo se oían los gritos de «¡Viva la Constitución!» y «¡Viva el rey constitucional!». La euforia se desbocó. La sede del tribunal de la Inquisición fue saqueada y los presos liberados. Se publicaron manifiestos que proclamaban: «Nosotros no pretendemos sustraernos de la obediencia del rey… Sólo queremos el gobierno de las leyes bajo la potestad real, lo mismo que nuestros vecinos los aragoneses y que lo restante de la nación». El resto de Cataluña no tardó en seguir el ejemplo de la capital. Cádiz, en cambio, corrió una suerte muy distinta. En la mañana del día 10 de marzo, cuando una multitud se congregó en la plaza de San Antonio para asistir al juramento de la Constitución, las tropas realistas fueron a su encuentro al grito de «¡Viva el rey!» y abrieron fuego indiscriminadamente, dejando el suelo de la plaza sembrado de cadáveres. A continuación, la soldadesca protagonizó espeluznantes escenas de violencia y pillaje.

Ya a partir de 1819 se produjo una proliferación en España de las llamadas “sociedades secretas patrióticas”, sobre todo en Cádiz y Madrid, que suplantaban en parte la participación popular: la francmasonería, la sociedad de “los Comuneros” (que se pretendía más nacional, a la que perteneció Torrijos), y la de “los Carbonarios”, más minoritaria y de importación italiana. Las “sociedades patrióticas” estaban integradas por los llamados exaltados, de ideología más radical. Se reunían en cafés, como La Fontana de Oro de Madrid, y durante el Trienio Liberal enviaban delegaciones al gobierno y a las Cortes con peticiones ante su presunta ineficacia.

El 7 de marzo de 1820 en Madrid, una multitud rodeó el Palacio Real para forzar al rey a aceptar la Constitución. Cuando el infante Don Carlos y el duque del Infantado propusieron que se abriese fuego contra ella, el general Ballesteros (gobernador militar de Madrid) respondió que no era posible contar con el Ejército; además, el general Mina acababa de volver del destierro y ya dominaba Navarra.

El 9 de marzo se creó una Junta Consultiva que solicitó a Fernando VII el nombramiento de nuevos ministros liberales y creó una Milicia Nacional voluntaria para defender al liberalismo. El día 10, el rey tuvo que convocar Cortes según la Constitución de 1812 y publicó el Manifiesto del Rey a la Nación Española, en el que figura su famosa e hipócrita frase “marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”. El primer gobierno de la monarquía constitucional estaba formado por Agustín Argüelles, García Herreros, Canga Argüelles, Pérez de Castro, el marqués de Las Amarillas y el almirante Jabat, todos ellos represaliados en 1814, a quienes Fernando VII llamaba “los presidiarios” con desprecio.

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Jura de la Constitución por Fernando VII. Decoración de un estuche lacado que servía para guardar un ejemplar de la Constitución de 1812. Museo Romántico, Madrid.

A pesar de su carácter moderado, poco pudieron hacer ya que en la práctica sólo gobernaban sobre Castilla debido al carácter principalmente provincial de la sublevación, lo que dotó a las primeras fases de la revolución de un matiz federalista, con el poder centrado en comités provinciales y locales. Sus tareas principales consistieron en vigilar y controlar la reacción absolutista y las intrigas del rey y dominar la anarquía y el radicalismo en provincias.

Las Cortes abrieron sus sesiones el 9 de junio, con amplia mayoría liberal, comenzando pronto a manifestarse discrepancias con el gobierno debidas al intento de éste de primar el orden sobre la libertad. Se configuraron así dos corrientes, el liberalismo moderado y el radicalismo de los exaltados. Los moderados, encabezados por Martínez de la Rosa y el conde de Toreno, pretendieron sin éxito llegar a un cierto compromiso con el rey, aceptando revisar la Constitución de 1812 (pensaban ya que era demasiado avanzada para el país) e introducir una segunda Cámara, más “aristocrática”, que ampliara algo las prerrogativas de la Corona. La obra de las Cortes en el período 1820-1823 fue ingente y positiva, pero de escasa trascendencia práctica. Se elaboró el primer Código Penal, el Reglamento General de Instrucción Pública (instaurando la enseñanza pública y gratuita) y nuevas Ordenanzas del Ejército, entre otras muchas disposiciones. El 1 de octubre de 1820 se promulgó la Ley llamada “de monacales” y la supresión de la mitad del diezmo eclesiástico, lo que movilizó a todo el clero contra el gobierno y las Cortes. El objetivo de la Ley era obtener fondos para amortizar la Deuda Pública y liberar al país de la tutela material de la Iglesia, que no existía en ningún otro país de Europa. El Vaticano (Pío VII) apoyó a la jerarquía eclesiástica, negándose a reconocer al padre Villanueva como ministro plenipotenciario de España en Roma. Ese mismo año se estableció la abolición de los “consumos”, impuestos indirectos que gravaban los artículos de primera necesidad. El gobierno trató de reintroducirlo frente la oposición de los radicales, pero no pudo; el propio Riego apareció en Madrid el 21 de agosto, siendo aclamado como un héroe por los clubs radicales que movilizaron la calle en contra del gobierno y del rey. Los radicales o exaltados habían sido apartados del gobierno y de los cargos públicos, por lo que estaban descontentos; eran “los pretendientes”. Su fuerza estaba en las capitales de provincia y en el ejército de Riego, principalmente. En Madrid, el poder radical residía en los clubs y en la prensa, así como en sus contactos con la masonería. Progresivamente, el liberalismo exaltado, con su lema “Constitución o muerte”, fue radicalizándose más. Quejoso porque el gobierno no le defendía y apoyaba, el rey destituyó a sus ministros en marzo de 1821, nombrando al gobierno de Bardaxí (un liberal más moderado que había sido secretario de las Cortes de Cádiz). Ello provocó la revuelta del radicalismo provincial, alimentada también por el desempleo y la miseria. En Madrid hubo luchas callejeras entre las dos facciones liberales (la llamada “batalla de Las Platerías”) y la turba radical asaltó la cárcel de Madrid, asesinando al canónigo Vinuesa, un destacado absolutista que estaba preso.

Quedaba claro que ni el rey quería saber nada de Constituciones y Cortes (se había negado a firmar leyes, como la “Ley de monacales”) ni los radicales aceptarían que se revisara la Constitución. Desde el principio, hubo una oposición activa de los partidarios del antiguo régimen y del rey, atizando las conspiraciones. En 1822, los absolutistas comenzaron a formar partidas que actuaban en zonas rurales con el apoyo del clero, descollando en ellas el “cura Merino”, antiguo héroe de la Guerra de la Independencia. Se formó el llamado “ejército de la fe” y una Regencia con sede en la Seo de Urgel, pero las fuerzas leales a la Constitución, mandadas por Mina, controlaron esta sublevación en diciembre de 1822. También en el País Vasco se mantenían partidas armadas absolutistas, al mando del general Quesada. El Ejército se hallaba dividido y minado por luchas internas de poder, mientras que la mayoría campesina del país, bajo la influencia de la Iglesia, permanecía pasiva o a favor del rey. El gobierno moderado, temeroso de la reacción absolutista y del radicalismo de los militares liberales y de las “sociedades patrióticas”, disolvió el ejército de Andalucía provocando la indignación de Riego, que fue desterrado a Oviedo aunque pronto le rehabilitaron y le nombraron Capitán General de Aragón.

El gobierno de Bardaxí fue derribado por la oleada de radicalismo provincial y el 28 de febrero de 1822 el rey nombró un nuevo gobierno elegido entre los liberales moderados de las primeras Cortes, con Martínez de la Rosa al frente. Se proclamaron también nuevas Cortes, conformadas por una mayoría de diputados exaltados, siendo Riego su primer presidente. El rey se negó a sancionar la Ley de abolición de Señoríos, mientras en Valencia las tropas habían disparado contra la multitud que aclamaba a Riego y en Cataluña las partidas absolutistas aumentaban su acción. En Madrid se produjeron las llamadas “Jornadas de Julio”: el 30 de junio unidades de la Guardia Real se enfrentaron a manifestantes radicales causando varias víctimas, y el 7 de julio los batallones realistas que estaban desplazados a El Pardo atacaron Madrid, enfrentándose a la Milicia Nacional y a los insurgentes, quienes lograron que los Guardias Reales retrocedieran hasta Palacio. El rey se vio obligado a cambiar el gobierno de Martínez de la Rosa por otro radical, presidido por el coronel Evaristo San Miguel. Cuando los mismos radicales se convirtieron en ministros tuvieron que enfrentarse con las peticiones de los comuneros en paro, que afirmaban ser más patriotas que el gobierno y reclamaban puestos políticos o administrativos. En septiembre de 1822, frente a la furibunda crítica de los sectores realistas y clericales, el gobierno decidió cerrar los conventos de los frailes sumados a las partidas, reducir el número de conventos y monasterios y la venta de sus propiedades agrícolas. Como ejemplo, a finales de 1822 en Cataluña sólo quedaban algunos monjes en 4 de los 32 conventos de franciscanos que existían anteriormente.

Mientras, en el norte del país continuaban los enfrentamientos entre absolutistas y liberales con gran intensidad (algunos historiadores los denominaron “la Primera Guerra Civil Española”). En las zonas rurales el ejército liberal y la Milicia combatían a los grupos de guerrilleros, mientras las Juntas absolutistas organizaban la rebelión en Navarra, Aragón y Galicia y los sacerdotes agitaban a los campesinos contra las ciudades “ilustradas”. Pero sin dinero y sin armas era imposible que los absolutistas, divididos también por rencillas personales, derrotaran a un ejército regular todavía fiel a la revolución que había instaurado, por lo que necesitaban el apoyo extranjero para vencer.

En agosto de 1822 se había convocado el Congreso de Verona, de la Santa Alianza, que agrupaba Estados europeos preocupados por el auge del liberalismo (Austria, Rusia, Prusia, Inglaterra y especialmente Francia, representada por Chateaubriand y Montmorency); el 22 de noviembre de 1822 se firmó el tratado que permitía formar un ejército francés (los Cien Mil Hijos de San Luis), una cruzada realista que devolviera todo el poder a Fernando VII.

Tras un motín popular en torno a Palacio, con gritos de “muera el rey”, el gobierno de San Miguel y otro posterior más radical obligaron al monarca a retirarse a Sevilla el 20 de marzo de 1823 y posteriormente a Cádiz, fuera del alcance de los ejércitos franceses al mando del duque de Angulema, que cruzaron la frontera el 7 de abril sin encontrar resistencia, entrando en Madrid el 24 de mayo. En las semanas posteriores fueron capitulando los jefes de la revolución liberal; sólo resistían Mina en Cataluña y Riego en Andalucía mientras la Regencia absolutista, desde Madrid, decretaba el 23 de junio la condena a muerte de los diputados liberales y de los constitucionalistas más señalados. El 28 de septiembre las Cortes, en medio de un bombardeo de Cádiz por mar y tierra, decidieron dejar salir al rey para que se presentase al duque de Angulema a cambio de una promesa de amnistía que no cumplió.

Riego fue entregado por traición a los absolutistas en La Carolina, tras haber sido capturado por el general francés Foissac-Latour, siendo juzgado el 27 de octubre y ajusticiado con garrote el 7 de noviembre en la plazuela de la Cebada de Madrid. Su cuerpo fue ultrajado y desmembrado por la multitud.

Así acabó el período llamado El Trienio Liberal, dando paso de nuevo al poder absolutista de Fernando VII. Como dijo Pío Baroja: “la revolución de 1820 era como un carro pesado tirado por mariposas”.

Suplicio de Riego
Suplicio de Riego en la plaza de la Cebada de Madrid (7 noviembre 1823)
Mariano R.

Mariano R.

Neurólogo jubilado que disfruta con los buenos libros, las artes y humanidades y las conversaciones con los amigos.

4 comentarios en «Momentos estelares de la España del S. XIX (IV). El pronunciamiento de Riego y el follón del Trienio Liberal (1820-1823)»

  • el domingo, 17 de enero de 2021 a las 7:30 pm
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    Otra vez gracias, Mariano,
    Se acaban los adjetivos para describir el patetismo que recorrió España durante el XIX. Sin embargo, de los períodos que mas dolor ocasionan es el que describes en esta entrada. El primer intento constitucionalista español, el primer soplo de esperanza y, en el breve espacio de tres años, una nueva frustración con la restauración absolutista.
    Un país atrasado donde los hubiera. Un país azotado y arruinado por los poderes de siempre. Un clero sinvergüenza y un ejército que perdió la oportunidad de alinearse con los nuevos vientos liberales.
    Que triste historia la de España

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    • el lunes, 18 de enero de 2021 a las 8:26 pm
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      Gracias por tu comentario, Manel. Soy pesimista cuando pienso en nuestra sociedad actual, española y occidental en general. Hay una minoría buena o muy buena, pero una mayoría que va empeorando en educación, en cultura y en valores humanos. Parece que no aprendemos…

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  • el martes, 19 de enero de 2021 a las 12:11 am
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    Y solo hace 200 años de toda esta historia, que tristeza leerla y ver como todo se va deteriorando hasta que llegan los conflictos de sangre. Lo que más me sorprende leyendo tu entrada es el tema de las comunicaciones. En las anteriores entradas ya quería comentártelo.
    Con tantos follones, territorios en guerra, los franceses de por medio y los carteros a toda hostia con la información, que más de uno se quedaría por el camino, ¿como se podían fiar de la veracidad de toda esa comunicación y de esa información tan importante para tomar decisiones vitales y que fue marcando la propia historia que relatas?
    Es algo que me intriga.
    Me gusta leer estos relatos de nuestro pasado reciente e imaginarme viviéndolo en primera persona. Pero no me lo imagino siendo yo el cartero, claro.

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    • el jueves, 21 de enero de 2021 a las 9:20 pm
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      Gracias por tu comentario, Max. Resulta curioso el tema de las comunicaciones en nuestra península durante esa época del siglo XIX, como dices. Correos había, esencialmente llevando cartas y mensajes por medio de diligencias y coches de caballos que circulaban por caminos polvorientos, sin olvidar los barcos que comunicaban el litoral y los jinetes-correo a caballo. El primer ferrocarril fue el que unía Barcelona y Mataró, construido en 1848, pero pronto aparecieron otras líneas: la Compañía de los Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante (1856), la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España (1858) o la Compañía de los Ferrocarriles Andaluces (1877). Inicialmente, los servicios de Correos, organizados al comienzo del siglo XVI, eran privados y casi en régimen de monopolio, hasta que Felipe V creó el Servicio de Correos estatal en 1716, dependiendo directamente del Estado, que cubría todo el país con sus funcionarios carteros.

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